Ver con ojos de extranjero es una de las cualidades que las artes visuales han domesticado a lo largo del tiempo. Hay artistas que atraviesan fronteras para encontrarse en lugares ajenos a su origen, pero también, metafóricamente, aluden a la capacidad —a la manera filosófica proustiana— de mirar lo cotidiano con nuevos ojos. Este año conmemoramos el centenario del nacimiento de la fotógrafa Mariana Yampolsky, una mujer cuya mirada enamorada de tierras mexicanas borró las fronteras geográficas a través de su lente y captó la profundidad de las raíces nacionales.

Marianne Gertrude Yampolsky Urbach, hija de padre ruso, madre alemana y nacida en Estados Unidos, llegó a México en 1944 atraída por su diversidad cultural. Viajera innata y con estudios en Ciencias Sociales, su conexión con los pueblos originarios fue inmediata, detonando su afán por mostrar su belleza con una vocación recién descubierta: la fotografía. Desde esa trinchera visual retrató el folclor con un estilo cada vez más introspectivo y poético, superando lo descriptivo.
La parte más conocida de su obra es la documentación etnográfica y la vida del México rural del siglo XX, vinculada con la temática indigenista. Una visión matizada por el sentido crítico de maestros como Leopoldo Méndez en su etapa temprana como grabadora y, después, a través de la cámara, con Tina Modotti y Lola Álvarez Bravo. Sin embargo, la riqueza de su acervo ha permitido curadurías capaces de crear narrativas diversas y reinterpretarla una y otra vez.
DEl FOLCLOR DE LA GENTE
AL SILENCIO DE LOS OBJETOS
El amplio espectro creativo de Mariana se manifiesta en la espera del instante preciso. En el orden de sus negativos “ensaya” la toma hasta lograr el cuadro perfecto: el rayo de luz sobre el cabello de una mujer indígena, el cruce de miradas entre madre e hijo, la expresión de un niño que susurra.… todo ello es acción acechada. Pero también desarrolló la virtud de “provocar” una atmósfera, en otro de sus temas con menos reflector que su gente: su visión de los objetos cotidianos.
Un sombrero colgado en una pared, un tendedero de medias, el detalle de una iglesia, adquieren vida propia frente a sus cámaras Rolleiflex y Hasselblad. En fotografías como La recámara del patrón (1983), Piñatas apiladas (1988) o Alacena (1974), codificó objetos en signos de la presencia humana, de la intimidad y de la fugacidad del tiempo.
En sus imágenes de naturaleza, como Agave de papel (1991), Árbol de concreto (1995) o La consagración del maíz, se percibe la delicadeza de un ojo que comprende su significado profundo. El maguey, al que dedicó homenajes visuales, trasciende la representación botánica. Lo trata con respeto en Maguey herido (1989), lo analiza en Maguey capado (1984), lo convierte paisaje en Casa de maguey (1994), juega en Trampantojo y lo contempla en M (1981).
Quizá su punto más alto en “dotar de vida” a lo inanimado sea su producción en cementerios. Encuentra en esas caminatas entre tumbas un puente poético entre la quietud de la finitud y la persistencia de la vida. Sus tomas abiertas crean paisajes de cruces y lápidas que despojan a los cementerios de solemnidad para revelar una sutil manifestación vital.
Domina la luz para crear narrativas visuales. Conoce las horas del día, el sol filtrado entre ramas que baña una estatua. En obras como Llanto o El dolor, evade el morbo macabro y se concentra en detalles y expresiones melancólicas de esculturas como testigos del tiempo. Las inscripciones en cualquier idioma acentúan la universalidad del sepulcro. Perros descansando sobre lápidas provocan la imaginación: ¿aguardan fielmente a su compañero postmortem o acompañan a un desconocido? Yampolsky brinda escenas conmovedoras.
Estas imágenes transforman nuestra percepción de la muerte. Invitan a mirar más allá de la ausencia; no recuerdan lo perdido, sino lo que permanece: memoria, arte y naturaleza en un ciclo eterno. Con profunda sensibilidad, Mariana construyó un corpus que, en su aparente sombrío tema, es un luminoso canto a la perseverancia de la vida.
En vida fue galardonada, exhibida en múltiples exposiciones, considerada por instituciones indigenistas y publicada en más de una veintena de libros que sintetizan su universo fotográfico, como La raíz y el camino (1985), La casa que canta (1982, reeditado recientemente) y la serie de cuatro tomos: Alegría, Facetas, Sabiduría y Miradas (2018-2022).
La mayor parte de su obra está contenida en la “Colección de Mariana Yampolsky” que fue donada por su viudo Arjen Van der Sluis Posthuma, a la Universidad Iberoamericana (IBERO). Este acervo resguarda grabados, su biblioteca personal, documentos y más de 70 mil negativos fotográficos que fueron declarados patrimonio documental de México por la UNESCO en 2021. A 100 años de su nacimiento, recordamos el legado de Mariana, que nos permite seguir explorando las múltiples capas que hacen de su fotografía un testimonio invaluable de la riqueza cultural de México.
Por Cynthia Mileva
EEZ